La serenidad es un estado de íntima placidez no comparable con ningún otro. No sólo es la ausencia de inquietud, zozobra y ansiedad, sino la reconfortante vivencia de sosiego, bienestar y confortamiento interior. Es como un bálsamo para el cuerpo y para la mente, e incluso las funciones somáticas se ven beneficiadas y reguladas por este estado.
En una era de ansiedad son pocas las personas que gozan de verdadera serenidad, aunque todos podemos ejercitamos para ganada y beneficiamos de ella. Mientras la ansiedad es una sensación displacentera y difusa que cursa como agitación, incertidumbre y marcada inquietud, la serenidad, en sus antípodas, es una grata sensación que invade el cuerpo y la mente y nos permite vivenciar las cosas de modo muy distinto a como se hace cuando estamos anegados por la angustia. Desde la ansiedad o la melancolía, todo se ve teñido de zozobra o penumbra. La gran mayoría de las personas, cuando más, sólo tiene fugaces destellos de quietud, ya que en el trasfondo de su psique pervive una ansiedad «flotante» de mayor o menor intensidad.
Seguramente, el estado más pleno del ser humano es la serenidad. Ésta posibilita un sentimiento de curativo contento que, al no rayar ni en la exaltación ni en la desmedida euforia, es más estable. Nada hay más enriquecedor que ese estado que, aunque se halla potencialmente en toda persona, conviene conquistado, porque son muchos los factores externos e internos «ansiógenos», es decir, productores de ansiedad y, por tanto, grandes enemigos de la auténtica serenidad.
Cuando el alma está tintada por la insatisfacción profunda, la voracidad y la agitación, no puede haber verdadero disfrute, e incluso lo «disfrutable» se vivencia con ansiedad.
Podemos haber conquistado todo el universo, pero la angustia seguirá atenazando nuestro corazón. Por ello Buda, sabiamente, declaraba: «Más importante que vencer a mil guerreros en mil batallas diferentes es vencerse a uno mismo». Cuando hay paz interior, un rayo de sol es, un goce maravilloso y hasta en un tonel se encuentra uno mejor que en el más suntuoso palacio. Todo ser humano anhela la serenidad, esa «nube» de embriagante quietud que nos conecta con lo más genuino de nosotros mismos y nos abre a los demás y al cosmos. No obstante, por lo general hacemos todo lo contrario de lo que es preciso para hallar el sosiego tan deseado, vivimos como si nunca hubiéramos de morir o como si siempre nos quedara tiempo para aplazar la conquista de la paz interior.
Como decía Novalis, el poeta, místico y filósofo alemán, la vía hacia dentro es la más secreta, pero es también la más prometedora para encontrar nuestro ángulo de quietud y disfrutar de su energía de serenidad.
No hay vibración más pura y curativa que la del silencio interior que halla su fuente en la paz interna.
Como aconseja el Dhammapada, «vivamos sosegados entre los agitados» o, como podemos leer en el siempre sugerente poema de Joseph Rudyard Kipling, el escritor y poeta británico nacido en la India, «tengamos la cabeza tranquila cuando todo alrededor es cabeza perdida».
¿Podemos, pues, recuperar la serenidad? Podemos, porque no hay que ir a buscada a ninguna parte, ya que mora en nuestro interior.
La mente se encarga de complicado todo. Busca donde no puede encontrar; ansía lo que no puede obtener. Se extravía con suma facilidad en toda clase de expectativas ilusorias. Dice querer bienestar, pero provoca malestar. Siempre está corriendo, deseando, persiguiendo logros. Tiene tanta prisa, tanta urgencia, que no puede jamás disfrutar de serenidad. Aunque nada le quede pendiente, sigue experimentando prisa y urgencia, sigue acumulando confusión y neurosis.
No sabe detenerse, aguardar, esperar y confiar.
Tanto mira a lo lejos que no ve lo más cercano. No aprecia lo sencillo, lo simple, lo hermosamente desnudo y evidente, como el trino de un pájaro o el rumor de un arroyo o la reconfortante brisa del aire o la caricia de un ser querido. Se pierde lo mejor de cada momento porque está pendiente de lo mejor para después, atrapada en la jaula de la expectativa. Incluso presupone la verdad tan lejos que no es capaz de detectada en la vida misma estallando con su energía a cada momento, unas veces en forma de nube y otras en forma de árbol, unas veces como el canto de un ruiseñor y otras como las arrugas de un anciano.
Deja todo de lado y conéctate con el aquí y ahora. La mente atenta y relajada, perceptiva y sosegada: escucha el trino de los pájaros. Aprecia ese instante como si fuera el primero y el último. No quieras agarrado, ni retenerlo, ni pensarlo, porque entonces escapará o se convertirá en un feo y hueco concepto. Si estás atento y relajado, en ese momento puedes vivir la vida en su totalidad. No hay otra verdad que enseñar. Dondequiera que vayamos, la mente estará con nosotros. Con quienquiera que estemos, la mente estará con nosotros.
La gente corre hacia un guía espiritual para que libere su mente, sin darse cuenta de que sólo uno mismo puede liberada, pues uno tiene que encender la propia lámpara interior. Por minoría de edad emocional, la gente persigue líderes de todo tipo, ídolos de barro, desaprensivos y burdos farsantes o mercenarios del espíritu. Todo con tal de no asumir la propia responsabilidad del cambio interior. Dando vueltas de aquí para allá, pero arrastrando los oscurecimientos de la mente.
Te vas a la India o a la isla de Pascua o al Machupicchu, pero arrastrando la misma mente, acarreando los mismos impedimentos mentales. Estos impedimentos mentales, también conocidos como
oscurecimientos de la mente y que distorsionan el discernimiento y frustran el entendimiento correcto, son:-El apego a las ideas, puntos de vista, interpretaciones y estrechas opiniones. No hay peor apego. Velan la visión mental y la oscurecen. Por el apego a las ideas se llega a matar.
-Los venenos emocionales o tóxicos mentales, como el odio, los celos, la envidia, la rabia, el resentimiento, la soberbia y tantos otros, que nacen de la ofuscación y conducen a la misma.
-Los condicionamientos del subconsciente, es decir, las heridas inconscientes que arrastramos, las frustraciones y los traumas, todas esas huellas subliminales que perturban el pensamiento, condicionan la visión e impiden la lucidez y el sosiego.
No hay ningún sitio adonde ir tan importante como la propia mente, para examinada y purificada, para poner un poco de orden en la misma y sanear su trasfondo. La verdad está aquí y ahora, y aquí y ahora debe comenzar el trabajo sobre uno mismo para hallar el equilibrio y el sosiego. De la mente oscurecida sólo pueden brotar desdicha, insania y malestar propio y ajeno.
El maestro, el líder, el guía, está dentro de uno mismo, aunque otra persona nos pueda procurar métodos y claves para hallarlo en nuestro interior. Si la mente logra estar atenta y serena, la verdad se percibe en todo lugar y a cada momento. Damos vueltas atolondradamente, porque la mente está aturdida; es lo que los yoguis denominan «lavar manchas de sangre con sangre».
Tenemos que ser cuidadosos para no convertir en escapes o subterfugios lo que imaginamos como medios de búsqueda o autodesarrollo. Unos meditan para escapar; otros, para enfrentarse a sí mismos y realmente superarse. Unos hacen de la vida espiritual un placebo y otros, una búsqueda real e intrépida. No hay mayor renuncia que la renuncia a los modelos estereotipados de la mente y a las raíces insanas de la misma: la ofuscación, la avidez y el odio. Éstas pueden disolverse cultivando las raíces de lo saludable: la lucidez, la generosidad y el amor. En el escenario de la mente se celebra el juego de la libertad interior.
Hay mucha agitación en la mente y, por tanto, en la sociedad y en el mundo. De ella sólo nace confusión. Hay quien se lamenta: «¡Qué bien me sentiría si no tuviera esta agitación!». Otras personas: «La ansiedad me come». Agitación en el trabajo, en las relaciones, en las calles de la ciudad, en la familia, en la escuela o en la universidad, en la propia mente. Una mente agitada asociada a otra mente agitada significa doble de agitación, que es todo lo contrario del bienestar. Altera las funciones orgánicas y las mentales, perturba las relaciones, genera una crispación creciente y nos impide estar a gusto con nosotros mismos y conectar con nuestra fuente de quietud y vitalidad.
Somos un “microuniverso”, un potencial de vitalidad, pero a veces sentimos que «no podemos ni con nuestra alma». Expresión significativa y hermosa, porque «.alma» es también «ánima» o «ánimo», «vitalidad», «energía». Al estar agitada, la conciencia pierde en claridad e intensidad, y las potencias ciegas del subconsciente encuentran vía para emerger y condicionamos aún más.No somos más libres, sino mucho menos, y no podemos escuchar nunca la voz de nuestro Yo real, porque el griterío de la confusión mental y psíquica es ensordecedor. La agitación conduce al hacer mecánico y compulsivo; muchas personas, por ello, elevan neuróticamente su coeficiente de actividad al máximo. Es otro modo de escapar y no mirar el ser interior. La tranquilidad, por el contrario, nos orienta hacia nuestra propia identidad y nos invita a mirar, cara a cara, a nuestro rostro original.
Sin embargo, en la sociedad todo está especialmente organizado para crear tensión sobre la tensión, alienar al individuo y robarle la paz interior. Todo el énfasis se pone en la producción y el individuo vale lo que produce y se convierte en una arandela insignificante en la atroz maquinaria de la sociedad cibernética. El caso es no parar; el caso es no detenerse; el caso es no ser uno mismo. De todo ello sacan ventaja los líderes políticos y los mercenarios del espíritu. Es más fácil conducir, manipular y dominar a una persona que siempre está agitada y ofuscada; basta con darle carnaza al ego voraz. Al místico sereno y contemplativo, conectado con su ser real, no se le puede manejar. Es el verdadero revolucionario. Se le puede atormentar y matar, pero no manejar. No es lo suficientemente agitado para alienarle y, por tanto, no puede formar parte de las filas de la colectividad alienada y no interesa. La agitación sirve al ego simiesco y hambriento; la paz sirve a nuestro ser real.
La meditación es morir al ego por unos minutos para nacer al yo real. Dejamos por unos minutos el mundo fuera de nosotros, porque por ello no se va a parar, y nos desconectamos de nuestras actividades, tensiones y afanes, para remansarnos como las aguas límpidas de un lago y sentir la energía de nosotros mismos, nuestra pacífica subjetividad. Buscamos la felicidad fuera de nosotros; miramos tan lejos que no podemos divisar el horizonte; cerramos todas las puertas de acceso hacia nosotros mismos. Somos mendigos de todo lo ajeno; pordioseros de lo que habita fuera de nosotros mismos.
Reclamamos que los otros nos hagan sentimos bien, nos procuren dicha y diversión, nos afirmen y aprueben, nos produzcan gusto y sosiego. Pero la fuente de dicha y sosiego está dentro de nosotros, porque es ahí donde sentimos, experimentamos, vivenciamos y en última instancia vivimos. En el mundo exterior podemos hallar confort, diversión, encuentro y desencuentro, placer y sufrimiento, pero el tesoro de la inconmovible paz interior está en nosotros mismos. Nadie te puede procurar ese sosiego. No podemos desplazar nuestra responsabilidad y poner el sosiego y la dicha en la falsa idea de que los demás nos los tienen que proporcionar. Esa actitud es nociva e infantil; se basa en expectativas que antes o después se sentirán defraudadas. Es como la persona ganada por el tedio que culpa a los demás de su propio aburrimiento.
Pero uno mismo debe convertirse en su maestro y viajar hacia el tesoro interior, pues reclamamos de fuera lo que habita dentro. Hemos de emprender sin demora la senda hacia nuestra quietud interior, porque, como reza el Dhammapada, «un solo día de la vida de una persona que perciba la Sublime Verdad vale más que cien años de la vida de una persona que no perciba la Sublime Verdad».
Buda dijo antes de morir: «Cada uno de vosotros sea su propia isla; cada uno, su propio refugio, sin tratar de acogerse a ningún otro».
En cada persona es posible actualizar el propio santuario de sosiego. Pero tenemos que superar impedimentos de muchos tipos, que en las antiguas psicologías orientales se refieren: la ilusión de un ego independiente y no provisional, la duda sistemática que impide la confianza en la capacidad de autodesarrollo, el apego a ritos y ceremonias, el aferramiento, la concupiscencia, la malevolencia, el deseo de estados sutiles, el deseo de estados inmateriales, la presunción, el desasosiego y la ofuscación.
Para seguir con éxito la senda hacia la paz interior es necesario:
-Trabajar sobre la mente para liberada de ofuscación, avidez y odio, a fin de que pueda florecer el lado más luminoso, claro y constructivo de la misma.
-Desarrollar un saludable autocontrol, que nos permita refrenar la apatía, la pereza, la negligencia y la confusión mental. -Desplegar el entendimiento correcto para poner la energía en esencial y no en lo innecesario.
-Vigilar los pensamientos, las palabras y los actos, haciéndolos más lúcidos y solidarios.
-Desarrollar una conducta más virtuosa y menos egoísta y egocéntrica, pudiendo así evitar culpas y arrepentimientos.
-Evitar relacionamos sistemáticamente con personas innobles, confusas y malintencionadas; en lo posible asociamos con individuos sensibles, nobles, sabios y bienintencionados.
-Ser indiferentes al halago o al insulto, a la aprobación o a la desaprobación.
-Ejercitarse en el desasimiento y el desapego, mediante la atención vigilante, la ecuanimidad, el desenvolvimiento de la compasión, el sometimiento del ego y el saludable autodominio.
-Comprender las necesidades ajenas y evitar herir a las otras criaturas.
-Renunciar al sentido de posesividad, saber soltar y fluir.
-Valorar la amistad y tender vínculo de genuino amor y sana afectividad.
-Tratar de ser uno mismo y mantener la firmeza y equilibrio demente a pesar de las inevitables vicisitudes vitales.
-No cejar en el empeño de mejorar, porque, como dice el Dhammapada, «gradualmente, poco a poco, de uno a otro instante, el sabio elimina sus propias impurezas como el fundidor elimina la escoria de la plata».
Ese místico y poeta excepcional llamado Kabir y nacido en la sacrosanta Benarés escribía, a propósito de ese gran tesoro interior que es nuestra energía de ser, lo siguiente:
He encontrado algo realmente excepcional; nadie puede calcular su valor.
Yo moro en él y él mora en mí, formamos una unidad, como agua con agua mezclada.
Aquel que lo conoce nunca morirá.
El Bhagavad Gita nos explica: «Quien tiene una mente tranquila por la práctica del yoga, quien tiene su alma satisfecha, quien conoce su propia felicidad, real y profunda, quien ha dominado sus sentidos y quien ha llegado a un estado de verdad espiritual del que no puede separarse jamás, ése ha alcanzado el mayor de los triunfos y un tesoro ante el cual todos los demás pierden su valor; en este estado, el hombre no se turba ni se entristece ante la más profunda desgracia».
Dhammapada
El título es un término compuesto de las palabras "dhamma" y "pada", cada una de las cuales tiene varios significados y connotaciones. En general "dhamma" hace referencia a la "doctrina" de Budda o a una "verdad eterna" o "virtud", y "pada" significa literalmente "pie" y en este contexto puede traducirse por "camino" o "verso".
Según la tradición, los versos del Dhammapada fueron pronunciados por Buddha en varias ocasiones. Muchos de los versos tratan sobre asuntos éticos. El texto es parte del Khuddaka Nikaya del Sutta Pitaka, aunque aproximadamente la mitad de los versos también se encuentran en otras partes del Canon Pali. Un comentario del Siglo IV ó V d. C. atribuido a Buddhaghosa incluye 305 historias que dan contexto a los versos.
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